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Catholic News Herald

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JaymieWolfeCon la llegada de un nuevo año, es natural tener esperanza en el futuro. La mayoría de nosotros sabemos que la esperanza no es simplemente un deseo o una actitud optimista. Sin embargo, nos resulta más fácil definir lo que la esperanza no es que explicar lo que realmente significa. En gran parte, esto se debe a que no podemos adquirir esta virtud por nuestros propios medios ni perfeccionarla con la práctica. La esperanza es lo que llamamos una “virtud teologal”, es un don divino que recibimos por gracia de Dios.

Pero la esperanza siempre debe dirigirse hacia algo. Para que sea genuina, debe estar orientada a alcanzar el bien. Para los cristianos, debe orientarse hacia la fuente de toda bondad: Dios.
Por eso, la esperanza nos eleva. Intensifica y dirige nuestros deseos hacia lo alto, hasta que los bienes que antes anhelábamos dejan de atraernos, y lo que más deseamos no es nada menos que a Dios mismo.

Sus enemigos, en cambio, no pasan desapercibidos. El Catecismo señala dos pecados principales contra la esperanza: la desesperación y la presunción. El hecho de que sea tan fácil encontrarlos por todas partes refleja la profunda y generalizada falta de esperanza que caracteriza a nuestra cultura actual.

Desde la óptica de la virtud cristiana, la desesperación es mucho más que una simple actitud negativa. Es un estado que nos convence de no esperar nada de Dios, ni su ayuda ni su perdón.

En este sentido, la desesperación se convierte en una acusación contra Él: cuestionamos su bondad, su justicia y su misericordia.

Muchos creyentes auténticos luchan contra la desesperación. Y cuando lo hacen, pueden buscar apoyo en cosas como la política, el dinero e incluso la suerte. Esa forma de ver la vida siempre nos dejará desilusionados y vacíos. Solo Dios merece nuestra confianza; Él es la única fuente de verdadera esperanza.

Si la desesperación es la falta de esperanza, la presunción es su exceso. Esta última, sin embargo, puede presentarse de dos maneras. Por un lado, están quienes creen que pueden alcanzar la salvación por sí mismos, sin la ayuda de Dios. Otros, en cambio, presumen de Dios y lo dan por sentado. Estas almas presuntuosas exigen la misericordia divina sin mostrar arrepentimiento. Pretenden alcanzar el cielo sin hacer absolutamente nada para merecerlo.

Cuando caemos en manos de los enemigos de la esperanza, las consecuencias son graves. Quienes pierden la esperanza quedan a la deriva. Sin esperanza, no hay nada que dé estabilidad a nuestras decisiones. En su ausencia, no hay viento que impulse nuestras velas ni combustible que nos permita avanzar.

Sin embargo, Dios sabe qué hacer cuando nuestra esperanza se debilita. Su poder divino transformó por completo la situación más desoladora de la historia humana: la dolorosa muerte de Cristo en la cruz. La Resurrección es la prueba definitiva de que poner toda nuestra esperanza en Dios es la decisión correcta. Es la certeza de que Él siempre cumple sus promesas. Y a veces, es reconfortante recordar que ese mismo Dios ha puesto en cada corazón el anhelo de la felicidad eterna. Lo ha hecho no para dejarnos desilusionados, sino para inspirarnos a buscar y encontrar nuestra plena realización en Él.

Jaymie Stuart Wolfe escribe para OSV News.