Es maravilloso pensar como nuestro Señor nos va llamando a cada uno de nosotros como personas humanas a ser parte de su cuerpo místico.
Desde el momento de nuestro bautismo inicia esa relación cercana de nuestra alma con Dios y se va cultivando poco a poco hasta formar esa intimidad fuerte con Él a través de los sacramentos.
Cuando nos ponemos a reflexionar en la realidad de nuestro llamado, nos podemos también dar cuenta de la grandeza y de la responsabilidad de este llamamiento. Por una parte, la grandeza en cuanto que espiritualmente pasamos a formar parte místicamente de nuestro Señor Jesucristo; llamados a testimoniar y dar razón de nuestra fe, amor y esperanza con nuestras vidas. Él es nuestra cabeza y nosotros somos su cuerpo, miembros vivos que actuamos de acuerdo con las enseñanzas y el ejemplo de nuestro Señor.
En cuanto cuerpo místico de Cristo, podemos imaginar la gran santidad que se irradia sobre nosotros con el simple hecho de serlo. Como nos dice San Pedro en su primera carta: ustedes son linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para Dios a fin de que anuncien las virtudes de aquel que los llamó de las tinieblas a su luz admirable. Las gracias que recibimos en los sacramentos son admirables y son los medios que el Señor utiliza para irnos santificando, alimentando y curando y así ser miembros fuertes de su Cuerpo.
Pero debemos recordar siempre que, para ser parte, hay que participar y el medio por el que participamos es a través de una relación íntima y profunda con nuestro Señor. Y esto sólo es posible a través de la oración, la recepción frecuente de los sacramentos, sobre todo la Eucaristía y la confesión, la vivencia de nuestra confirmación y gracias del matrimonio (si este fuera nuestro caso) y, como no mencionarlo, la comunión eclesial con todos nuestros sacerdotes y hermanos en Cristo.
El cuerpo místico de Cristo es Santo y lo vamos formando de acuerdo con nuestra inserción en Cristo. Tanto cuanto aceptamos su redención, su doctrina, sus ejemplos, sus medios de santificación, es como nosotros como miembros vamos siendo parte de esta maravillosa Iglesia, que lejos de ser puramente humana tiene su fundamento en lo divino.
De aquí cabe decir que nosotros no somos los que “hacemos la Iglesia”, sino que las gracias dadas por Cristo a su Iglesia es la que nos hace parte de ella, nos va santificando y así nos unimos de manera mística pero real al cuerpo místico de Cristo.
Dios les bendiga,
El Padre Julio Dominguez es director del Ministerio Hispano de la Diócesis de Charlotte.