Normalmente no utilizo el transporte público. No es que lo no lo necesite, ni que me encuentre a gusto manejando, sino que las rutas se me hacen un poco complicadas e inútiles para transportarme a donde necesito llegar.
Gracias a Dios, una ruta que si me ha sacado muchas veces de apuros es la que me lleva al taller mecánico que arregla los coches de la familia en South Boulevard.
Cuando debía dejar el carro, quiero decir, a mi querida Carlota -así llamamos de cariño en casa a mi vieja nave- en manos de su médico de cabecera, podría tomar un bus y luego el tren ligero para retornar a casa.
Ese transporte público me permitió hace ya algún tiempo llevar a casa a Carlota y, en el autobús camino al tren, desnudar mis ocultos prejuicios, revelar las marcas con las que señalo a las personas y las terribles etiquetas que estampo sobre otros seres humanos, a los que se me enseñó a amar como a mi mismo.
Todavía no hacía el calor que nos consume en estos meses de verano. Eran casi las siete y media.
Después de esperar el autobús, que siempre llega puntual de acuerdo a los letreritos que colocan en el poste del paradero, subí y me sente en los asientos de atrás.
Me llamo la atención un hombre afroamericano, robusto, con cara de pocos amigos y bien abrigado con un overall de trabajo color marrón. Estaba sentado en unas bancas laterales, casi detrás de la conductora, otra afroamericana con uniforme impecable y peinada con trencitas.
Otros dos o tres pasajeros, no recuerdo bien, éramos todos los viajeros que soñolientos revisábamos nuestros teléfonos celulares.
Cuando me di cuenta el bus no se movía. Había subido un muchacho blanco, joven. No se le veía mal. Sus ropas y maneras no demostraban ninguna carencia.
Al poner atención, pude ver que el joven hablaba con la conductora. Al parecer le faltaba dinero para pagar el boleto. En sus ropas buscaba las monedas que no tenía y miraba hacia dentro del bus, como buscando si alguien podía ayudarle.
Pensé entonces: “Otro más. Aunque no parece, seguro que debe ser alguno de los muchachos que piden dinero para su droga”, para luego sentenciar. “Ah no… A mi no me la hace… No tengo dinero y menos para su vicio”. Entonces me desentendí de la historia, volví a mi teléfono y me hice el ocupado. Pero con el rabillo del ojo seguía la acción para ver como lo echaban del bus.
Cuando en eso lo veo entrar para pedir dinero. Y el primero a quien debía pedir era al afroamericano grande con cara de malo. “Este no le va a dar ni medio”, me dije, y rematé: “A quién le pide!”.
Lo que pasó después fue sorprendente.
Contra lo que esperaba, el afroamericano le dio unas monedas. Luego, el joven fue a pagar, pero todavía no le alcanzaba.
Entonces el afroamericano lo llamó y le dio un billete. El joven le estaba entregando, a cambio, todas las monedas que tenía. Pero su generoso benefactor le dijo: “está bien hermano, tómalo, no hay problema”.
Entonces todo estalló en mi. La vergüenza me fulminó. No solo había prejuzgado sino que también había juzgado y condenado a mis semejantes.
Había señalado a dos hermanos a los que ni siquiera conocía. Y la grandeza de espíritu de los dos me señaló, me apuntó, me tocó.
Entonces recordé algo que leí en una oficina: “Las personas nacen amando, el odio se aprende”.
Y el prejuicio es odio. Es una idea negativa. No aprendemos acaso a recelar de los afroamericanos, de los blancos pueblerinos, de los árabes, de los asiáticos y hasta de nosotros mismos, los hispanos? No es que estamos creando una cultura de odio y no de amor?
Malos y buenos los encontraremos en todos los grupos raciales, en pobres y ricos, en sanos y enfermos, en homosexuales y heterosexuales.
Y Dios nos manda amar a todos.
Recordemos la grandeza del amor: “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a Su Hijo único, para que todo aquél que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna,” (Juan 3:16).
César Hurtado, productor audiovisual graduado en la Universidad de Lima, es miembro de la Iglesia San Gabriel en Charlotte y periodista para HOLA Noticias en Charlotte.