Después de mucho tiempo decidí volver a escribir una columna para nuestro periódico diocesano.
No lo había hecho desde antes que ingresara a trabajar como especialista en comunicaciones hispanas en la Diócesis de Charlotte. Encontraba una especie de contradicción entre escribir una columna, un espacio en el que se expone un punto de vista personal, y mi tarea de periodista, donde debo de presentar la información de manera objetiva.
Pero las cosas cambiaron el pasado martes 30 de abril y nuevamente rompí un silencio que había prometido mantener.
Digo nuevamente porque la primera vez sucedió antes de la última elección presidencial en Estados Unidos cuando, junto con colegas de HOLA News, el medio informativo en el que trabajaba por aquel entonces, decidimos no hablar de un candidato que denigraba los inmigrantes, se expresaba mal de las mujeres y hacía mofa de las personas con defectos físicos, entre otras perlas.
El tiempo nos demostró cuan equivocados estábamos. El costo de nuestra acción es un castigo que aún llevamos con dolor en nuestras conciencias.
El martes 30 de abril, un nuevo golpe fue necesario para sacudirme de un odioso letargo. Esta vez el tiroteo fue en casa, en la Universidad de Carolina del Norte en Charlotte.
Dos vidas fueron segadas por la violencia insana que ha dejado de ser un hecho raro y aislado en nuestra sociedad.
Dos vidas, dos familias, cientos de personas, la sociedad entera, será afectada en toda su existencia por la desaparición de dos de sus seres queridos, dos estudiantes, dos compañeros que solo un instante antes de recibir los disparos mortales pensaban en lo que les esperaba en el futuro.
Esa noche, mientras revisaba las redes sociales, pude leer los testimonios de decenas de amigos que tienen hijos, amigos, familiares o conocidos que estudian en la universidad donde sucedió el tiroteo.
Puedo imaginar las horas de angustia, las comunicaciones por texto que compartieron con los jóvenes que se encontraban dentro de la universidad, la falta de respuesta a los desesperados mensajes, el silencio que nos hace pensar lo peor.
Por esa razón he decidido volver a escribir. Para pedir, para gritar, para exigir una solución a este problema que no termina, sino que al contrario, crece sin parar.
¿Qué más se puede hacer que no se haya hecho antes para encontrar una solución? Sinceramente no tengo la respuesta. Pero esta no es quedarnos callados y esperar a que en otro punto del país, urbano o rural, pobre o rico, sureño o norteño, una persona tome un arma y decida terminar con la vida y sueños de inocentes.
El Papa Francisco constantemente nos exige ser una iglesia “de salida” que atienda al pobre, que alimente al hambriento, vista al desnudo, visite al prisionero, calme la sed del sediento. Nuestra sociedad tiene sed de paz, de justicia, de amor, de misericordia. No quiere más violencia.
Entonces, ¿saldremos juntos a ser parte de una solución o esperaremos a que alguien arregle la vida por nosotros?
César Hurtado es especialista en comunicaciones hispanas de la Diócesis de Charlotte.