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090222 DiazEl Padre Walner Díaz, vicario parroquial de Nuestra Señora de Guadalupe en Charlotte, sostiene en sus manos la fotografía de su madre, quien fue guía e inspiración en el florecimiento de su fe católica y vocación sacerdotal. (César Hurtado)CHARLOTTE — Conversamos con el Padre Walner Díaz, sacerdote vicentino que desde junio de este año ha sido asignado por su orden a la Iglesia Nuestra Señora de Guadalupe, donde se desempeña como vicario parroquial:

CNH: Padre Walner, por favor, cuéntenos de dónde es originario.

Padre Díaz: Soy originario de San Simón, departamento de Morazán, El Salvador. Vengo de una familia un tanto numerosa, ocho hijos. Soy el último de ellos.

En mi familia siempre hubo una fe muy sólida. Desde que tengo uso de razón recuerdo a mi madre rezando el Rosario todos los días. Así empezó a formarse en mí lo que era la fe.

Mis padres fueron imagen de unidad. Se tenían un respeto tan grande hasta el punto de tratarse de usted el uno al otro.

Me atraía mucho como mi mamá practicaba la fe. Como todo niño, fui llevado a la iglesia. Recibí el bautismo, la confirmación.

CNH: Pero, ¿a usted le gustaba ir o era un poco travieso?

Padre Díaz: Como cualquier otro niño. A veces me resistía un poquito a ir, pero iba por obediencia. Cuando yo ya había crecido, tenía 10 o 12 años, trataba de conseguir beneficios de mi mamá. Le decía: voy a Misa, pero después me das permiso para ir a jugar pelota con mis amiguitos. Era algo a cambio, y las recompensas crecieron con mi edad. Mi mamá fue consintiendo todos esos pequeños regalos para que pudiera empezar a aprender sobre la fe.

La verdad me gustaba mucho jugar, echar cuentos, andar con amiguitos. Jugábamos al trompo, canicas, y obviamente al fútbol en el barrio.

CNH: ¿Y era bueno con el balón?

Padre Díaz: No me considero bueno, pero lo disfruté mucho. El campo quedaba frente a la iglesia. Poníamos dos piedras y esas eran nuestras porterías. A veces nos emocionábamos tanto que la pelota se iba a la puerta de la iglesia y salía el padre y nos regañaba. Y así, cuando el padre regresaba, volvíamos a estrellar la pelota en la puerta de la iglesia. Y volvía a salir el padre.

CNH: ¿Qué lo animó a trasladarse a Estados Unidos?

Padre Díaz: Cuando tenía 18 años, de repente de la nada salió en mí el deseo de venir a los Estados Unidos. Había terminado la secundaria y me inscribí para estudiar ciencias jurídicas en la universidad. Estaba en mi mente ser abogado.

La gente de mi edad migraba. No había muchas oportunidades en El Salvador. Algunos amigos del barrio se venían para Estados Unidos y otros se iban a la ciudad buscando un trabajito para poder subsistir.
A esta edad ya no frecuentaba mucho la iglesia. A los 17 o 16 años como que cuesta más ir.

Mi mamá terminó aceptando mi decisión. Al despedirme, me dijo que me daba la bendición para que vaya a tener esa experiencia, ‘pero una cosa te voy a pedir, nunca te olvides del Señor’. Y cuando me daba su consejo, me entregó en la mano un papel que el que había escrito a mano el Salmo 120: “Levantaré mis ojos a los montes; ¿De dónde vendrá mi ayuda? Mi ayuda viene del Señor, que hizo los cielos y la tierra”.

CNH: ¿Cómo llegó a Estados Unidos?

Padre Díaz: Me tocó caminar en el desierto. Me tocó vivir esa aventura. Me tardé 21 días en llegar. Vine con un grupo, la mayoría de ellos salvadoreños. No todos logramos pasar. Llegué a Estados Unidos en 2006, justo para enfrentar la recesión de esa época. En toda esa experiencia yo no hacía sino leer el papel que me entregó mi madre con el Salmo 120. Esa fue una de las vivencias de fe que más fuerte experimenté.

Mi hermana me esperaba en Nueva York. Apenas llegar me dijo: ‘hermano, en esta casa los sábados vamos a la Iglesia’.

La celebración de la Misa fue muy bonita. La estaba dando, de casualidad, Monseñor Alfonso Cabezas, quien más tarde me ordenó sacerdote.

Mi hermana era miembro activo de la Renovación Carismática de la parroquia San Mateo, en Dix Hills, Long Island, Nueva York. Ella tomó la responsabilidad de ser una madre para mí.

Pasó el tiempo y ya no iba a la Eucaristía porque mi hermana me lo recomendaba, sino que empecé a sentir gusto. Le contaba estas cosas a mi mamá y ella empezó a entender los designios de Dios para mí.

Mientras aprendía inglés trabajé en una compañía farmacéutica, donde llegué a tener una buena posición.

Llegó entonces el momento en que debía tomar una determinación. Cuando salí de El Salvador tenía un objetivo bien claro: quería tener una familia, una casa y dinero. Ahora, ni casa, ni esposa ni dinero. La cosa cambió. El Señor me dio más, me dio una parroquia, una familia grandísima y una riqueza diferente que es el servir a las demás personas. No me quitó lo que yo le pedía, sino que lo multiplicó.

Tuve que decirle a mi novia que pensaba que el Señor me estaba llamando a algo más. Lo que hizo considerar en mi corazón la vocación fueron dos cosas, dejando de lado el ejemplo de mi mamá que marcó mi vida, ver el ejemplo de Monseñor Cabezas y el de nuestro Obispo salvadoreño Oscar Arnulfo Romero.

CNH: ¿Entonces decidió ser sacerdote?

Padre Díaz: Pedí a Monseñor Cabezas conocer la vida sacerdotal y fuí admitido para pasar un tiempo en una casa de discernimiento. Luego decidí que era muy joven, tenía cerca de 20 años, y no sabía realmente si eso era para mí.

El tiempo fue pasando, me envolví aún más, trabajé con jóvenes por cuatro años y entonces algo seguía resonando en mi corazón. Resolví volver hablar con Monseñor y se me permitió ingresar al seminario.

Después de cuatro años decidí hacer los buenos propósitos: pobreza, obediencia, castidad y estabilidad, para ingresar al Seminario Mayor San Carlos Borromeo en Philadelphia.

En el primer año de Teología sentí con seguridad que esto era para mí. El tercer año fue clave cuando decidí hacer los votos perpetuos.

Al profesarlos sentí una gracia especial, un sentido de compromiso, dejando finalmente sueños, casa, hijos y familia para ingresar a la familia vicentina, para servir a los pobres en el amor de Jesucristo.

CNH: Luego vino el diaconado y la ordenación.

Padre Díaz: Me ordenaron diácono el 29 de mayo de 2021 en el Santuario de la Medalla Milagrosa en Filadelfia, junto con un compañero, Erick Sánchez, que se ordenaba de sacerdote y sirve hoy como vicario parroquial en Santa María en Greensboro.

Me acompañaba un dolor muy grande. Mi mamá había fallecido durante la pandemia, el 27 de julio de 2020. Fue una crisis muy grande. No pude ir a verla, estábamos en lo peor de la pandemia. Ella, a lo largo de mi vocación, había sido mi mejor compañera, mi más grande confidente. En ese año tenía que tomar una decisión, pero estaba sufriendo por la muerte de mi mamá. Me sumergí más en la oración.

Luego entendí que las crisis nos fortalecen, nos vuelven más receptivos a la bondad de Dios. Supe que Dios quería tener más cerca a mi mamá para que desde allí me acompañe todo el tiempo en mi caminar y para que ore por mí.

Mucha gente de Charlotte viajó para acompañarme en mi ordenación sacerdotal en 2022. Eso me impresionó. Parte de mí ya estaba con ellos.

Llegué un 21 de junio de 2022 a Nuestra Señora de Guadalupe y me hicieron una Misa el 22. Esa Iglesia estaba llena, tanta gente que no nos alcanzó el Cuerpo de Cristo. Esa experiencia me dijo mucho, me aclaró que mi tarea va a ser mucho mayor de lo que pensaba. Voy a servir a gente con fe sólida que tiene sed de Dios, sed de servicio, sed de acompañamiento. Y he sido ordenado para eso, para poder dar y servir. Los colegas, Padre Leo y Padre Hugo están siendo mis mentores. Toda el área administrativa me ha recibido muy bien. El sentir esa compañía, ese apoyo, me impulsa a dar más aún.

— César Hurtado