La Iglesia celebra el 8 de agosto la fiesta de Santo Domingo de Guzmán, fundador de la orden de los Padres Dominicos en el siglo XIII. Nació en Caleruega, España, en 1171. Su madre, Juana de Aza, era una mujer admirable en virtudes y ha sido declarada beata.
A los 14 años se fue a vivir con un tío sacerdote en Palencia. La gente decía que en edad era un jovencito pero que en seriedad parecía un anciano. Su goce especial era leer libros religiosos y hacer caridad a los pobres.
Por aquel tiempo se presentó una hambruna y la gente suplicaba de ayuda para sobrevivir. Domingo repartió todo lo que tenía. Luego, cuando ya no le quedaba nada más con qué ayudar a los hambrientos, vendió lo que más amaba y apreciaba, sus libros, para seguir ayudando.
En un viaje, acompañando a su obispo por el sur de Francia, se dio cuenta de que los misioneros católicos llegaban en carruajes elegantes, se hospedaban en los mejores hoteles y su vida no era un modelo de verdadera santidad. Domingo se propuso un modo de misionar totalmente diferente.
A la gente le impresionaba que el misionero fuera pobre y se dedicara con todas sus energías a enseñarles la verdadera religión. Se consiguió un grupo de compañeros y con una vida de total pobreza y santidad, empezó a evangelizar con grandes éxitos apostólicos.
Sus armas eran la oración, paciencia, penitencia, y muchas horas dedicadas a instruir la religión.
En agosto de 1216 fundó su comunidad de predicadores, con 16 compañeros que lo querían y le obedecían como al mejor de los padres. Los preparó de la mejor manera que le fue posible y los envió a predicar. La nueva comunidad tuvo una bendición de Dios tan grande que a los pocos años ya los conventos de los dominicos eran más de setenta, y se hicieron famosos en las grandes universidades.
El gran fundador le dio a sus religiosos unas normas que les han hecho un bien inmenso: primero contemplar y después enseñar, predicar siempre y actuar con caridad para ganar almas.
Siempre dormía sobre duras tablas. Caminaba descalzo por caminos llenos de piedras y por senderos cubiertos de nieve. No se colocaba nada en la cabeza ni para defenderse del sol, ni para guarecerse contra los aguaceros. Soportaba los más terribles insultos sin responder ni una sola palabra. Cuando llegaban de un viaje empapados por los terribles aguaceros, mientras los demás se iban junto al fuego a calentarse un poco, el santo se iba al templo a rezar. Sufría de muchas enfermedades, pero sin embargo seguía predicando y enseñando catecismo sin cansarse ni demostrar desánimo.
Era el hombre de la alegría y del buen humor. La gente lo veía siempre con rostro alegre. Sus compañeros decían: “De día nadie más alegre. De noche, nadie más dedicado a la oración y a la meditación”.
Sus libros favoritos eran el Evangelio de San Mateo y las Cartas de San Pablo. Siempre los llevaba consigo y prácticamente se los sabía de memoria.
Totalmente desgastado de tanto trabajar y sacrificarse por el Reino de Dios, estando en Bolonia, a principios de agosto del año 1221, se sintió falto de fuerzas. Tuvieron que prestarle un colchón porque no tenía. Y el 6 de agosto de 1221, mientras le rezaban las oraciones por los agonizantes cuando le decían: “Que todos los ángeles y santos salgan a recibirte”, dijo: “¡Qué hermoso, qué hermoso!” y expiró.
A los 13 años de haber muerto, el Sumo Pontífice Gregorio IX lo declaró santo y exclamó al proclamar el decreto de su canonización: “De la santidad de este hombre estoy tan seguro, como de la santidad de San Pedro y San Pablo”.
— Condensado de www.catholic.net