En 1594, durante su tercera “visita” a la Arquidiócesis de Lima, escribiéndole al rey de España Felipe II, San Toribio Alfonso de Mogrovejo hacía un pequeño balance de su vida: 15.000 kilómetros recorridos y 60.000 confirmaciones administradas, entre ellas a tres santos: Santa Rosa de Lima, San Francisco Solano y San Martín de Porres.
La situación de América Latina sería muy distinta de la actual si sus sucesores y todos los cristianos hubieran tenido el mismo impulso y la misma coherencia de quien fue llamado “apóstol del Perú y nuevo Ambrosio” y a quien Benedicto XIV comparó con San Carlos Borromeo.
Toribio nació en España hacia el año 1538 de una noble familia; estudió en Valladolid, Salamanca y Santiago de Compostela, en donde obtuvo la licenciatura en derecho.
Fue nombrado inquisidor en Granada y gracias a la relación que cultivaba con Felipe II fue nombrado por Gregorio XIII como Arzobispo de Lima, con jurisdicción sobre las diócesis de Cuzco, Cartagena, Popayán, Asunción, Caracas, Bogotá, Santiago, Concepción, Córdoba, Trujillo y Arequipa, un territorio muy extenso en el Nuevo Mundo.
De norte a sur eran más de 5.000 kilómetros, y la delimitación tenía más de 6 millones de kilómetros cuadrados.
Después de haber sido consagrado obispo en agosto de 1580, partió inmediatamente para América, a donde llegó en la primavera de 1581.
Durante 25 años vivió exclusivamente al servicio del pueblo de Dios. Decía: “¡El tiempo es nuestro único bien y tendremos que dar estricta cuenta de él!”.
Fue un verdadero organizador de la Iglesia en América, su actividad incluyó también diez sínodos diocesanos y tres provinciales.
En 1591 fundó el primer seminario de América, el Seminario de Lima, e intervino con energía contra los derechos particulares de los religiosos, a quienes estimuló para que aceptaran las parroquias más incómodas y pobres. Casi duplicó el número de las ‘Doctrinas’ o parroquias, que pasaron de 150 a más de 250.
Estaba en Saña, un pequeño pueblo costero al norte de Lima, cuando se sintió enfermo. Ya moribundo pidió a los que rodeaban su lecho que entonaran el salmo que dice: “De gozo se llenó mi corazón cuando escuché una voz: iremos a la Casa del Señor. Qué alegría cuando me dijeron: vamos a la Casa del Señor”.
Sus últimas palabras fueron las del salmo 30: “En tus manos encomiendo mi espíritu”.
Toribio recibió el viático el 23 de marzo de 1606, un Jueves Santo, y ahí expiró.
Su cuerpo, cuando fue llevado a Lima en 1607, todavía se hallaba incorrupto, como si estuviera recién fallecido. Después de su muerte se consiguieron muchos milagros por su intercesión.
El Papa Benedicto XIII lo declaró santo en 1726. Su fiesta se celebra el 23 de marzo.
— Condensado de Aciprensa y www.catholic.net