Religioso dominico peruano, fue hijo natural del ilustre hidalgo don Juan de Porres, que estuvo un breve tiempo en la ciudad de Lima. Tuvo don Juan dos hijos, Martín y Juana, con la mulata Ana Vázquez. Martín nació mulato y con cuerpo de atleta el 9 de diciembre de 1579 y lo bautizaron, en la parroquia de San Sebastián, en la misma pila que Rosa de Lima.
Martín fue tardíamente reconocido por su padre y llevado a Guayaquil, regresando a Lima, cuando a su padre lo nombraron gobernador de Panamá. Comenzó a familiarizarse con el oficio de barbero, que en aquella época era bastante más que sacar dientes, extraer muelas o hacer sangrías; también comprendía el oficio disponer de yerbas para hacer emplastos y poder curar dolores; además, era preciso un determinado uso del bisturí para abrir hinchazones y tumores.
Martín se hizo experto como ayudante de un médico español. De ello comenzó a vivir y su trabajo le permitió ayudar de modo eficaz a los pobres que no podían pagarle. Por su barbería pasarán igual labriegos que soldados, irán a buscar alivio tanto caballeros como corregidores.
Como su persona y nombre imponía respeto, tuvo que intervenir en arreglos de matrimonios irregulares, en dirimir contiendas, fallar en pleitos y reconciliar familias. Con clarísimo criterio aconsejó en más de una ocasión al Virrey y al arzobispo en cuestiones delicadas.
Alguna vez, quienes espiaban sus costumbres, lo pudieron ver en éxtasis, elevado sobre el suelo. Su devoción era por la Eucaristía y asistía diariamente a Misa.
CARITATIVO
Por su trabajo y sensibilidad tuvo contacto con los monjes del convento dominico del Rosario, donde pidió la admisión como donado, ocupando la ínfima escala entre los frailes.
Llenó de pobres el convento, la casa de su hermana y el hospital. A todos curaba y, en otras ocasiones, algunos enfermos consiguieron recuperar instantáneamente la salud sólo con el toque de su mano.
“La caridad tiene siempre las puertas abiertas, y los enfermos no tienen clausura”, aseguró.
No se sabe cómo, pero varias veces estuvo curando en distintos sitios y a diversos enfermos al mismo tiempo, con una bilocación sobrenatural.
El contemplativo Porres recibía disciplinas hasta derramar sangre haciéndose azotar. Se mostró también amigo de perros cojos abandonados que curaba, de mulos dispuestos para el matadero y hasta lo vieron reñir a los ratones que se comían los lienzos de la sacristía. Se ve que no puso límite en la creación al ejercicio de la caridad.
Murió el día previsto para su muerte que había conocido con anticipación. Fue el 3 de noviembre de 1639 y causada por una simple fiebre.
El Virrey, Conde de Chinchón, Feliciano de la Vega, arzobispo, y más personajes limeños se mezclaron con los incontables mulatos y con los indios pobres que recortaron tantos trozos de su hábito que hubo necesidad de cambiarlo de ropa varias veces.
Fue beatificado el 29 de octubre de 1837 por el Papa Gregorio XVI, y canonizado por el Papa Juan XXIII el 6 de mayo de 1962.
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