Primera Palabra
Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen
Acababan de levantar en alto a Jesucristo clavado en la cruz. Y es precisamente entonces cuando se alzan las grandes voces de blasfemias y de insultos, cuando los silbidos del pueblo se mezclan con las risotadas de los escribas y fariseos, cuando saboreando su triunfo lanzaron sus enemigos su reto definitivo: “¿Pues no eres tú el Hijo de Dios? Ahora tienes la ocasión de demostrárnoslo. ¡Baja de la cruz y entonces creeremos en ti y caeremos de rodillas a tus pies!”.
Y dirigiéndose a la chusma añadirían sin duda: “¿Ven cómo teníamos razón?, ¿Ven cómo no era más que un hechicero y embaucador?”.
Y precisamente entonces, cuando Jesucristo hubiera podido ordenar a la tierra que se abriera y hundir para siempre en el infierno a aquellos energúmenos, precisamente entonces, Jesús decía: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”. Y lo dice con inefable ternura, “Padre, perdónalos”.
Jesucristo nos reconoce culpables. Si no lo fuéramos no pediría perdón por nosotros.
El mundo no conocía el perdón. “Sé implacable con tus enemigos”, decían los romanos. El perdón era una cobardía: “ojo por ojo, diente por diente”. Era la ley del Talión la que todo el mundo practicaba.
Y sin embargo, el perdón es el amor en su máxima expresión. Es fácil amar, es heróico perdonar.
Pero hay un heroísmo superior todavía al mismo perdón, escuchar “no saben lo que hacen”.
Cuando odiamos sin detenernos a pensar por qué odiamos, cuando lanzamos palabras que hieren a los demás, cuando mentimos para salir adelante, cuando olvidamos nuestros compromiso de amar en las buenas y en las malas, cuando nos olvidamos de los seres que nos dieron la vida, cuando no estamos conscientes del dolor de los demás y no hacemos nada para remediarlo teniendo la manera de hacerlo, cuando destruimos los sentimientos de los demás, cuando no damos alimento al hambriento teniendo de sobra en nuestra mesa. Padre, ¿perdónalos porque no saben lo que hacen?
Jesucristo no solamente perdona, no solamente olvida, lo que ya sería heróico. Jesucristo excusa, ¡y esto ya es el colmo del amor y del perdón!, busca una circunstancia atenuante, como hubiera buscado una aguja en un pajar si pudiera hallarla entre sus verdugos.
No pudo encontrarla, puesto que pide perdón. Y para el que es del todo inocente no se pide perdón. Les reconoció culpables, pero ya que no podía encontrar la inocencia nos excusa y ofrece a su Eterno Padre una circunstancia atenuante: no saben lo que hacen.
Señor y Dios mío, que por tu amor agonizaste en la cruz para pagar con tu sangre la deuda de mis pecados, y abriste tus divinos labios para alcanzarme el perdón de la divina justicia, ten misericordia de todos los hombres que están pecando en estos momentos y de mi cuando me halle en igual caso. Y, por los méritos de tu
Preciosísima Sangre derramada para mi salvación, dame un arrepentimiento tan intenso de mis pecados que experimente tu amor en el regazo de tu infinita misericordia.
— Diácono Enedino Aquino, Greensboro
Segunda Palabra
Hoy estarás conmigo en el paraíso
Dice el Evangelio que a derecha e izquierda de Jesucristo fueron crucificados dos ladrones. Dos fascinerosos: el que luego resultó el buen ladrón, que era precisamente el que estaba a la derecha de Jesucristo, y el que resultó el mal ladrón, que era precisamente el que estaba a la izquierda del Señor.
Tal vez no les correspondía aquel día ser crucificados. Estaban condenados a muerte, pero seguramente hubieran sido ajusticiados después de los días solemnes de la Pascua. Pero, acaso para dar más brillantes al espectáculo de la crucifixión de Nuestro Señor Jesucristo, fueron crucificados juntamente con Él.
Al principio quizá comenzaron a blasfemar los dos ladrones. El ladrón de la izquierda comenzó increpar a Jesús: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz, sálvate a ti mismo, sálvanos a nosotros y entonces creeremos en ti”. Reacción normal y humana frente al sacrifico que estaban soportando.
Jesucristo escuchó en silencio esas blasfemias. A pesar del dolor, al sufrimiento por el martirio, con la fuerza del amor divino, volviendo la cabeza hacia la izquierda dirigió una suave mirada, llena de amor y misericordia hacia aquel desgraciado, y calló. ¡Qué sentimientos se desprenderían de Jesús hacia este hombre confundido y desesperado! Tal vez repitió para Él mismo la palabra del perdón, la palabra del perdón que acababa de pronunciar; “porque yo os he dicho antes que el Evangelio: Padre, perdónales, porque no saben lo que hace ni lo que dicen”.
En realidad, no tenía él toda la culpa. Lo estaba oyendo de sus jefes. Siempre el inductor es más culpable que el ejecutor material del crimen.
El otro ladrón, el de la derecha, al contemplar el heroísmo sublime de Nuestro Señor Jesucristo, al escuchar el eco dulcísimo de su palabra de amor y de perdón, al ver de qué manera recibía aquella tempestad de insultos, risotadas y blasfemias, con el esfuerzo de encontrarse con su compañero halló la mirada de Jesús en el centro, y dirigiéndose al compañero, le dijo: “¿Ni siquiera a la hora de la muerte temes a Dios?”.
“Tu y yo estamos estamos bien crucificados porque hemos sido criminales, pero este que está aquí, en medio de los dos, nada de malo ha hecho. Este es inocente”.
Confesión humilde de sus culpas. Pero el ladrón continúa: “Acuérdate de mí”. No le pide un lugar en el reino, no le pide un trono; no cree merecerlo. Qué bien había comprendido el Corazón de Cristo. Está seguro que su reino no es de este mundo. Cosa que el de la izquierda no entiende. Y Jesús, desde lo alto de la cruz, le contesta: “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.
¿Quién podrá explicar el amor y la misericordia de Jesucristo, Redentor de la humanidad? Basta decir perdón para que en el acto se nos cierren las puertas del infierno y se nos abran de par en par las puertas de la gloria.
A veces, por nuestra desidia, incomprensión, orgullo, soberbia, vanidad, por la busca de comodidades, descuidamos purificar nuestra vida, olvidamos que somos peregrinos, que vamos a morir, que el reino de la vida verdadera no está aquí. Y por eso renegamos, blasfemamos, somos injustos con nosotros mismos, con la familia, los hermanos, y después echamos la culpa a los demás debido a nuestras insatisfacciones y desgracias.
No hay que mirar al suelo, no hay que mirar las desgracias de nuestra vida, sino hay que tomar con valentía la decisión de reconocer nuestros pecados y querer cambiar. Y en esta decisión volver la mirada a Jesús que con amor, paciencia y paz nos escucha. Él inmediatamente nos da la respuesta como al buen ladrón: “Hoy, esta tarde, ahora, estarás en mi Reino”.
Que así sea.
— Padre José Juya, Iglesia San Miguel, Gastonia
Tercera Palabra
Madre, ahí tienes a tu hjo. Ahí tienes a tu madre.
Estamos reflexionando sobre el acontecimiento más grande de la humanidad: el Dios hecho hombre clavado en la cruz, a punto de expirar. Y está diciéndonos sus últimas palabras, que debemos guardar en lo más profundo de nuestro corazón
Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María de Cleofás y María la Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al lado al discípulo predilecto, dice a su madre: Mujer, ahí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: Ahí tienes a tu madre. Desde aquel momento el discípulo se la llevó a su casa. Juan 19:25-27.
Jesús antes de expirar quiere entregar lo más grande que tiene. Discúlpenme los que piensan que la Virgen María tuvo más hijos físicamente. Si hubiera tenido más hijos, Jesús no se la hubiera dado al discípulo más querido. Se la entrega a uno de sus discípulos, dice la Escritura “al discípulo que más quería”.
Y, curiosamente, no está el nombre del discípulo. ¿Por qué? Porque nos está dando margen a todos, a ti, a mí, para que aceptemos a María y nos la llevemos, no solo a nuestra casa sino a nuestro corazón, a nuestro diario vivir tratando de imitar sus virtudes.
Jesús, María y el discípulo predilecto protagonizan este bello momento. Jesús no quiere dejarnos huérfanos. Por eso envía su Espíritu, que estará siempre con nosotros. Pero también ha querido regalarnos a su Madre. Se trata de un regalo muy especial, puesto que lo hace en un momento muy significativo: poco antes de morir.
Llama la atención, como decía, que no se dice el nombre del discípulo predilecto. Tal vez para que cada uno de nosotros pueda añadir allí su nombre, con tal que nos portemos como discípulos.
Hoy, al pie de la cruz, escuchemos a Jesús que nos dice, a ti, a mi, y a todos los seres humanos: “Ahí tienes a tu madre”.
Ojalá que también tengamos la actitud del discípulo predilecto, llevándonos a María a nuestra casa y tratando de imitarla.
Hagamos una pequeña oración: Señor Jesús, gracias porque me has dado a María como madre. Gracias porque ella nos revela nítidamente el rostro maternal del Padre celestial. Capacítanos para que podamos amarla y seguir su ejemplo, pues María es tu primera discípula siempre atenta a meditar tu Palabra y ponerla en práctica.
Santísima Virgen María, gracias porque eres nuestra Madre. Tómanos de la mano y condúcenos a Jesús. Consíguenos de Él, con tu intercesión, un corazón y unos oídos de discípulos. Amén.
Que Dios los Bendiga.
— Padre Gabriel Carvajal-Salazar, Iglesia Nuestra Señora de los Caminos, Thomasville
Cuarta Palabra
¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?
Septem Verba en latín es la denominación convencional de las siete últimas frases que Jesús pronunció durante su crucifixión, antes de morir, tal como se recogen en los Evangelios canónicos. Los dos primeros, el de Mateo y el de Marcos, mencionan solamente una, la cuarta. El de Lucas relata tres, la primera, segunda y séptima. El de Juan recoge las tres restantes, la tercera, quinta y sexta. No puede determinarse su orden cronológico.
La Cuarta Palabra, “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”,”¡Elí, Elí! ¿lama sabactani? refleja el momento más triste y desolador de la agonía de Cristo en el Gólgota como fue el abandono.
Esta palabra es una oración en el sufrimiento y en la soledad. Antes de morir se volvió a Dios como una plegaria llena de misterio. El que sufre puede convertir el sufrimiento en poderosa oración por las necesidades del mundo. Jesús es Dios y hombre, y en el madero de la cruz revela su humanidad. Era el hombre de dolores, sufría como sufrimos los humanos.
El eco de su dolor llegó a todos pero no impresionó a sus enemigos, más bien gritaban con audacia sacrílega: “Caiga su sangre sobre nosotros y sobre nuestros hijos”.
Pudo más el odio y la rabia desbordada que la queja divina, los intereses religiosos pervertidos que el llamado a la consolación y a misericordia.
Sabemos que las palabras de Jesús desde la cruz no son un discurso, una arenga política, una simple denuncia de un abuso sobre un inocente. No, son una oración, una oración cargada de compasión y misericordia, una oración con un profundo contenido humano y espiritual, una llamada a la búsqueda del bien y al combate decidido contra el mal. Jesús ora desde la cruz por todos, ora al Padre por nuestra salvación.
“Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”, es el clamor de tantos hombres y mujeres en el mundo víctimas de la persecución, el hambre, el abuso, el desamparo. El clamor del hombre ante el abandono de los gobernantes injustos que no respetan sus derechos, de los patrones que no pagan justo salario, de las instituciones que pisotean los derechos humanos. Más que un grito de dolor es un llamado a la esperanza.
No es el desespero de Jesús, no es la “noche oscura” de Jesús. Es un llamado sentido a fortalecer la esperanza, la esperanza en Aquel que es la misericordia infinita, al que tiene el poder para deshacer el sufrimiento y convertirlo en alegría y paz. Jesús, al sentirse abandonado, nos quiere enseñar que en este mundo está a la puerta de la vida el sufrimiento que nosotros vemos como desgracia, pero que Él nos enseña a verlo como el camino para encontrar al gran alivio, la dicha de sentirse renacido, revitalizado; la dicha de la novedad, del gran levantamiento en Jesús resucitado.
Dios mío, Dios mío, no nos abandones en nuestro camino por este mundo lleno de peligros, de atentados contra la vida, pero especialmente contra nuestra vida espiritual, apartándonos de Ti, único bien, llevándonos por las liviandades y gozos contaminantes del pecado.
En esta palabra de tu Hijo queremos descubrir tu divina presencia compasiva y misericordiosa para sentirnos acogidos, protegidos y llenos de gozo en el camino de conversión, de vuelta decidida a tu amor.
Amén.
— Diácono Darío García, Hickory
Quinta Palabra
Tengo sed
Oh buen Jesús, estoy aquí, ¿puedes verme? Estaba aquí cuando te tomaron para ser flagelado. Estaba aquí cuando te trajeron nuevamente y preguntaron a quién deberían dejar libre.
No quiero confrontar. Quiero ser parte de la multitud. Es más seguro cuando permanezco anónima, cuando nadie me mira o pone atención. Soy una completa cobarde.
Por donde te estoy siguiendo puedo ver tu rostro. Es difícil reconocerlo, pero sé que eres Tú. He pasado largos momentos contigo y te he escuchado. Y ahora no estoy haciendo nada para detener lo que está pasando.
Aún la cruz que vas cargando tiene tu sangre. Has santificado el madero con tu sangre. Y yo, que he sido santificada con tu presencia y palabras, estoy escondida en esta multitud.
Jesús, ¿puedes verme?, ¿nos puedes ver?
Pareciera que cargar esa cruz está tomando toda tu energía y fuerza. He visto cuando aquella mujer salió de la multitud y trató de limpiar tu rostro. Vi como la miraste.
¿Qué viste en sus ojos?, ¿te miró ella a ti?, ¿qué pudo ver ella en tus ojos?
Te vi mirando a todas aquellas mujeres que estaban gritando muy fuerte. Estoy llorando al ver cómo te van empujando fuertemente y sin compasión. Pero mis lágrimas son cobardes y en silencio.
Jesús, todavía estoy aquí subiendo la montaña con la muchedumbre. No tengo el valor, y sin embargo no quiero dejarte. He mirado como te arrancan tus vestiduras.
Puedo ver que te han puesto allá arriba de la montaña, horriblemente colgado en una cruz.
No pude escuchar las palabras que aquel criminal te dijo, ni lo que tu respondiste. Pero vi su rostro, y pude darme cuenta que fue reconfortado por lo que le dijiste. ¡Tú siempre eres tan compasivo! Y esto es tan equivocado, ¡todo esto que te está pasando!
¡Acabo de escuchar nuevamente tu voz! Dijiste, “Tengo sed”. El soldado ha puesto una esponja mojada en un palo.
¡Estás muriendo en una cruz! Jesús, ¿qué estás diciendo?, ¿qué nos estás tratando de decir?, ¿por qué o por quién estas sediento? Tus palabras me hacen temblar.
¡Odio lo que te han hecho! Te miro y puedo ver que tus ojos nos miran con compasión. ¿Qué es lo que miras al vernos a todos nosotros aca abajo? ¿De qué estas sediento? ¿Estás sediento por nosotros? ¿Estás sediento por nuestras almas? ¿Estás sediento por nuestras vidas en el mismo momento, en el último momento, en que se te va la tuya? No sé por lo que estas sediento.
Quisiera poder hacer algo por ti. Soy una gran cobarde. Estás allí salvándome, y ¿qué estoy haciendo yo por ti?
Me siento tan vieja, tan cansada y débil. ¿Qué estoy haciendo por ti en este tiempo, en mi tiempo?
Tu sacrificio es, a la vez, siempre presente y eterno. Estás sediento por mí, por cada uno de nosotros, por todos nosotros, por nuestra salvación, por nuestras almas.
Puedo verlo en tus hinchados ojos. Pienso que puedo entender ahora bastante de lo que nos has dicho. ¿Por qué tuvo que pasar esto? Tus palabras están escritas en mi corazón.
Oh Jesús mío, humildemente pido tu gracia para estar sedienta por las almas de todos aquellos que has puesto bajo mi cuidado, tal como como tú estás sediento en este momento.
— Hermana Juana Pearson, Salisbury
Sexta Palabra
Todo se ha consumado
Cuando somos niños, en la catequesis aprendemos que somos creados con un propósito. La primera pregunta que recuerdo del programa catequético, que me quedó grabada en el corazón, es ¿para qué fin nos ha creado Dios?
Dios nos ha creado para mostrar su bondad y que participemos de la gloria eterna en el cielo. Cada uno de nosotros está invitado a participar de ella con nuestro Dios.
De igual manera, el Señor Jesús recibió una misión, un llamado. Pero, a diferencia de nosotros, el Señor no fue creado y sabemos que vive desde el principio con Dios.
Sin embargo, al nacer de María, recibe una misión, que es la de asegurarnos un espacio para que cada uno de nosotros goce de la vida eterna.
En la palabra del día de hoy, el Señor resume toda su misión al decir que todo se ha cumplido. Yo imagino que en la mente y corazón de Jesús están pasando un sinfín de ideas, de recuerdos que le hacen, en ese momento tan crítico, decir “todo se ha consumado”.
Pienso que el Señor está recordando momentos difíciles y especiales de toda esa misión que le fue dada desde el momento en que el Ángel se le aparece a nuestra madre y, en el vientre puro de ella, comienza a crecer aquel hombre que ahora miramos en la cruz.
Creo que Jesús también reflexiona sobre lo que vivió en el seno de esa familia de Nazareth, la formación que recibió de sus padres y los momentos especiales, como el bautismo que recibió de Juan. Pienso que Jesús trae a su mente el rostro de Juan, de los espectadores, y también le viene a la memoria esos momentos cuando fue tentado y tuvo que ser fuerte para llegar a su meta.
Pienso que Jesús recuerda a los amigos que encontró en el camino, a sus discípulos, a las mujeres y hombres con los que compartió sonrisas, milagros y tantas otras cosas hermosas.
Ahí culmina toda esa misión del Señor, esos tres años de ministerio y toda su vida anterior. El Señor llega a ese punto y le dice a su padre que todo se ha cumplido.
En estos momentos, doy gracias a Jesús porque no se echó para atrás en el momento de su vida cuando fue tentado, cuando estuvo cansado pero sabía que su misión era ganar el cielo para nosotros.
Esta frase de Jesús nos debe hacer pensar en nuestra propia misión. ¿Cómo vamos con la misión que Dios nos ha dado?
Cuando somos bautizados recibimos una misión como cristianos, cuando recibimos el Sacramento de la reconciliación recibimos una misión específica ese día, cuando recibimos la Eucaristía cada domingo el Señor nos vuelve a recordar que tenemos una misión. Cuando recibimos el Sacramento del matrimonio o cuando el sacerdote recibe las Sagradas Órdenes también recibe una misión especial.
Ya estamos a punto de llegar al momento cúlmen. Reflexionemos si podremos decirle nosotros al Señor: “la misión se ha cumplido”.
Que el Señor los bendiga y que sigamos juntos este camino de conversión. Amén.
— Antonio García, Asheville
Séptima Palabra
Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu
Una de las penalidades impuestas al hombre a causa del pecado original es que su cuerpo morirá. Después de haber sido expulsado del paraíso terrenal, Adán, por primera vez, se encuentra con la muerte de su hijo Abel.
Adán le habló a Abel, pero éste no le contestó. Le levantó su cabeza, pero enseguida, al soltarla, se desplomó. Sus ojos muy fijos y fríos.
Entonces Adán se acordó que la muerte era la pena del pecado. Era la primera muerte en el mundo. Ahora, el nuevo Abel, Cristo, asesinado por la raza de Caín, volvía a la casa del Padre.
La sexta palabra desde la cruz era hacia la Tierra, la séptima hacia Dios. La sexta era una despedida del tiempo, la séptima era el comienzo de su Gloria.
El hijo pródigo regresaba a casa. Treintitrés años atrás había salido de la casa del Padre a una tierra lejana y extraña en este mundo. Aquí, en el mundo, empezó a derramar su sustancia, las riquezas divinas de sabiduría y poder. En su última hora, su carne y su sangre eran entregadas por los pecadores. No había nada más que recibir, excepto burlas, ultrajes y el vinagre de la ingratitud humana.
Él entró en sí mismo y se preparó para tomar el camino de regreso a la casa del Padre. Y, al hacer esto, salió de sus labios la oración perfecta: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”.
Él no dijo, “en tus manos encomiendo mi cuerpo”. Mateo 10:28 nos dice que no tengamos miedo de aquellos que pueden matar el cuerpo pero que no pueden matar el alma; más tengan miedo de los que pueden matar el cuerpo y el alma. Es por eso que los mártires de la Iglesia no tenían miedo de morir.
Este mundo nos dice que somos seres humanos viviendo una experiencia espiritual. Y es todo lo contrario, somos seres espirituales viviendo una corta experiencia humana, de carne y hueso, que tarde o temprano terminará.
Estas palabras no fueron dichas en un acto exhaustivo, agotador, como un hombre lo hace en el último suspiro de su vida. Él ya había dicho que nadie le quitaría su vida, más que Él la entregaría por nosotros.
La muerte no llegó, le tocó el hombro y le dio un aviso de partida. Él fue a encontrar la muerte para enseñarnos que Él no moriría en un acto exhaustivo, sino que por su propia voluntad y en un acto de amor por nosotros.
Padre, en tus manos recomendamos nuestro Espíritu.
— Diácono Sigfrido Della Valle, Smoky Mountain
Sermón ‘Las Siete Palabras’ se emitirá el Viernes Santo al mediodía
CHARLOTTE — En lo que se ha convertido en una tradición para el Ministerio Hispano de la Diócesis de Charlotte, el Viernes Santo se transmitirá una nueva edición de ‘Las Siete Palabras’, una reflexión sobre las últimas frases pronunciadas por Jesucristo durante de su pasión.
‘Las Siete Palabras’, una producción del centro audiovisual de Catholic News Herald, se realiza desde 2018. Los videos son publicados en las páginas de YouTube de la diócesis y de Facebook de Catholic News Herald en Español.
El programa contará con las reflexiones de seis diáconos y un sacerdote. Lo publicado en nuestra edición impresa es un resumen de sus disertaciones.
El Diácono Miguel Sebastián, ordenado en mayo de 2014, reflexionará sobre la Primera Palabra, ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’. Nacido en el municipio San Rafael, La Independencia, departamento de Huehuetenango, Guatemala, llegó a Estados Unidos en 1989 y sirve en la parroquia Carlos Borromeo en Morganton.
Nacido en Querétaro, México, en marzo de 1971, el Diácono Francisco Piña emigró a los 20 años a Estados Unidos. Casado, con tres hijos, fue ordenado en 2021 por el Obispo Jugis, quien lo asignó a la parroquia San Luis Gonzaga en Hickory. Tiene a su cargo la meditación de la Segunda Palabra, ‘Hoy estarás conmigo en el paraíso’.
El Diácono Herbert Quintanilla, salvadoreño, quien reside en Estados Unidos desde 1981, presenta la reflexión sobre la Tercera Palabra, ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo; ahí tienes a tu madre’. Ordenado en 2021, se puso a las órdenes del Obispo Jugis en la parroquia San Vicente de Paúl en Charlotte..
Nacido en San Miguel Tlaltetelco, Estado de Morelos, México, el Diácono Margarito Franco Torres, fue ordenado en 2021, sirviendo desde entonces en la parroquia
Nuestra Señora de Lourdes en Monroe. Este año se encuentra a cargo de la Cuarta Palabra, ‘Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado’.
Nacido en San Salvador, El Salvador, en 1968, el Diácono Eduardo Bernal llegó en 1990 a Estados Unidos huyendo de la guerra civil desatada en su país.
Ordenado en 2021, fue designado por el Obispo Jugis a servir en la parroquia Nuestra Señora de Guadalupe en Charlotte. Tiene a su cargo la reflexión sobre la Quinta Palabra, ‘Tengo Sed’.
El Diácono Enedino Aquino reflexiona sobre la Sexta Palabra, ‘Todo está cumplido’. Nacido en Tampico, Tamaulipas, fue ordenado por el Obispo Peter Jugis en enero de 2011. Actualmente es coordinador del Vicariato de Greensboro.
Finalmente, el Padre Miguel Sánchez tiene a su cargo la palabra, ‘Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu’. Nació en Ixtlahuacán del Río, México, en 1984.
Fue ordenado en 2021 por el Obispo Jugis y se desempeña actualmente como vicario parroquial en la Iglesia San Mateo en Charlotte.
El Padre Julio Domínguez dijo que espera que tanto la publicación como el video sean de utilidad para los feligreses y les ayude en su reflexión sobre el sacrificio de Cristo para lograr la salvación de nuestras almas.
— César Hurtado, reportero
Más online
En www.facebook.com/CNHEspañol y www.youtube.com/dioceseofcharlotte: Vea el video de las Siete Palabras estará disponible el Viernes Santo al mediodía